Nunca esclava del cliente
1 SEPTIEMBRE, 2014
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Kathya Millares
De la vida, Patricia ha sacado en claro que a pesar de que “el sexo corre como agua en este planeta”, a quienes les toca pagar los platos rotos por su cara comercial es a las trabajadoras sexuales. Lo dice con la tranquilidad que una madre podría tener en su voz al explicar a su hijo que después de la noche llega el alba. No hay titubeos porque ella estuvo parada en una esquina más de 30 años, esperando a sus clientes.
Patricia es una de las primeras trabajadoras sexuales reconocidas como trabajadoras no asalariadas por el gobierno del Distrito Federal y por la Secretaría del Trabajo y Fomento al Empleo del Distrito Federal. El 11 de marzo de este año recibió su credencial al lado de otros 18 trabajadores y trabajadoras sexuales, luego de que la juez primera de distrito en materia administrativa, Paula María García Villegas, les otorgó el amparo contra el artículo 24 fracción VII de la Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal, en el que se señala como infracción contra la tranquilidad de las personas “invitar a la prostitución o ejercerla, así como solicitar dicho servicio”. Con esta tarjeta, ella —y sus 69 compañeros registrados hasta el momento bajo el régimen de trabajador no asalariado— ya no puede ser arrestada por dedicarse a la “prostitución”, ni extorsionada por policías o autoridades ministeriales. Tampoco pueden discriminarla.
La primera experiencia sexual de Patricia fue con un joven de 20 años, “blanco, alto y guapote”. No tenían más de dos meses de conocerse cuando ella decidió escapar de la casa de “la mamá mala”, en el pueblo de Xochitepec, Morelos, para seguirle los pasos a quien ahora ni siquiera desea llamar por su nombre.
Ella era una adolescente de 15 años que acababa de terminar la primaria con un promedio de 6.2. Le apena un poco haber pasado de “panzazo” y haber sido la niña más grande de esa generación; sin embargo, atribuye este atraso escolar a que el maltrato físico y psicológico que padeció en la casa de su infancia la “enfermó de los nervios”.
“La mamá mala” es Malena, su tía materna. Patricia quedó bajo su custodia después de que su madre las repartiera a ella y a sus siete hermanas en las casas de sus familiares, como fichas de dominó. “Mi madre verdadera no aguantó la muerte de su marido y se clavó en el vicio. Se volvió alcohólica y olvidó que sus hijas necesitábamos que nos cuidara”.
La tía Malena, en su papel de madre adoptiva, no dejaba día libre sin que Patricia se fuera a dormir con el cuerpo adolorido por los golpes que le daba con las manos o con cualquier objeto que encontrara, y con el estómago aún por digerir algunas tortillas remojadas con sopa o frijoles. “Mi infancia”, resume con sequedad en la boca, “estuvo llena de golpes y desprecio”.
En medio de los días cargados de temor ante la siguiente golpiza, apareció el joven “blanco, alto y guapote”, al que nunca había visto en el pueblo. Patricia lo conoció en el mercado. “Primero me dijo ‘pssst, pssst, niña, ¿cómo te llamas?’. Yo abrí unos ojotes para ver si me decía a mí o a alguien más. Le respondí chiviada: ‘Pati’. Luego me preguntó cuántos años tenía. Cuando le dije que 16, me invitó a platicar en una banca de la plaza en la tarde. Yo me sorprendí y le dije que no podía porque en mi casa no me daban permiso”. No sería la última vez en que “el güerito” le saldría al paso.
Los encuentros entre ellos no eran concertados, el joven salía de quién sabe dónde, le dedicaba a Patricia miradas coquetas y una que otra frase para saber más de ella: dónde y con quién vivía, qué hacía, cómo la trataban. Supo así que la adolescente estaba al borde del precipicio y que sólo bastaba un empujoncito para que saltara hacia otro tipo de vida.
“Yo, una indígena prietita y guarachudita, lo vi bien galán, le creí todas sus promesas. Salimos dos días y nos hicimos novios. No me acuerdo cuánto tiempo pasó, pero me propuso que me escapara. Me dijo ‘vámonos, tú no debes estar con esa mujer. Yo te voy a hacer feliz’”.
Sin documentos ni pertenencias ni dinero, Patricia llegó a la ciudad de México acompañada de su primer amor. Se hospedaron en la casa de una “tía” de su novio, en Nezahualcóyotl. La promesa de amor duró sólo seis meses. Así lo recuerda Patricia: “Un día llegó muy alterado y me preguntó cuánto lo quería. Yo le dije que mucho. Me contó que tenía una deuda con su patrón y que sólo yo podía ayudarlo. Supuestamente, yo le había gustado al patrón, y si aceptaba acostarme con ese señor ya no tendría que pagarle nada. Después de varios días, acepté estar con el patrón”.
Poco a poco Patricia descubrió en dónde se había o la habían metido. Su pareja siguió pidiéndole, “como un favor”, que se acostara con amigos o desconocidos, y la amable tía cambió su tono apacible por gritos y malos tratos. En realidad no era la tía, sino la cómplice de este explotador que tenía trabajando a tres mujeres más en las calles de la ciudad de México. La joven de 16 años, golpeada y amenazada de muerte, comenzó su historia como trabajadora sexual en una esquina de la calle República de Guatemala.
Luego de un año de explotación sexual, Patricia, aconsejada por otra trabajadora sexual, denunció a su padrote en la delegación Cuauhtémoc dos ocasiones. En la primera no le hicieron caso; en la segunda logró que lo detuvieran por una hora. “El amor que yo le tenía se convirtió en miedo. Cuando descubrí que ya no lo quería, que ya no me gustaba, que ya no lo deseaba, me animé a denunciarlo. Él no renunció a mí fácilmente, yo era su minita de oro. Fue a la esquina para convencerme de que regresara con él, pero ya no quise. Desde ese momento decidí ser trabajadora sexual por mi propia voluntad”.
Patricia, a partir de ese momento, tenía que sacar dinero para mantenerse a ella misma y al bebé que tuvo antes de zafarse de su padrote. Seguir en una esquina de Guatemala “se me hizo la manera más ‘fácil’. Fue un escape, una puerta de sobrevivencia. Aquí en la ciudad no conocía a nadie, no sabía a dónde ir. Regresar a mi pueblo no me iba a servir de nada. Allá no contaba con mi familia”.
Infinidad de veces le han preguntado a Patricia por qué no buscó otro empleo. Y ella, sin variar en sus razones, ha dicho: “Yo decido seguir siendo trabajadora sexual porque un sueldo no alcanza. No es pretexto. Te ponen a trabajar como negra y pagan una madre”.
Para ella el trabajo sexual también tiene otras ventajas: “Estoy acostumbrada a no tener jefe, a no tener un horario. Yo me pongo mis horarios y establezco mis leyes laborales: trabajar cuando yo quiera, protegerme contra las infecciones sexuales, no enamorarme de los clientes y apoyar a mis compañeras”.
Durante tres años Patricia fue uno de los cientos de rostros que poblaron la calle de Guatemala. Después buscó otros espacios para trabajar: Zapata y Soledad, en el barrio de La Merced. Y cuando las circunstancias la obligaron, salió del Distrito Federal y se estableció en Mazatlán, Sinaloa, y en Hermosillo, Sonora.
Cuando evoca sus recuerdos de juventud sus ojos se empequeñecen y dice con orgullo: “En esa época llegué a ganar lo que hoy equivaldría como a cinco mil pesos por día. Ya me dolía mi parte y me daba el lujo de decirles: ‘Ya no’”.
Tiene muy presente un diálogo que autentifica su bonanza:
—Ándale, no seas malita. Yo te estoy esperando. Desde hace horas me quiero ocupar contigo. Él me ganó.
—Ya no, manito. Ya me duele.
—Ándale, te pago más. Vámonos. No seas gacha. Te estoy sigue y sigue.
Y ya no.
Pero en el reverso del trabajo sexual rige la ley del más fuerte: “La gente piensa que este trabajo es el más fácil de todos; no es así. Aseguran que uno sólo abre las piernas, que no se esfuerza nada y que tiene baro. Es mentira. Es el trabajo más difícil de todos”.
Durante los 30 años en que fue trabajadora sexual, la bitácora de Patricia tiene cosas que aún la hacen estrujarse las manos:
“La gente es muy mala con nosotras. En días festivos no faltaba quien nos aventara una paloma. Tampoco faltaban los borrachos que, mientras nos gritaban ‘putas guangas’, nos aventaban hielos o botellas de cerveza. Una compañera fue a parar al hospital porque le abrieron la cabeza con un envase.
”A mí los patrulleros me quitaron los clientes varias veces. Tenían esa maña culera. Si el cliente iba en carro, a mí me bajaban para quedarse solitos con él. Siempre le quitaban dinero. De repente, le estaban sacando la cartera, lo subían a la patrulla o le estaban metiendo un calambrito. Un día me enojé y le dije a un policía: ‘Oye, ya párale, me estás quitando el pan de la boca. Tú tienes tu quincena puntual más lo que te robas, y a mí, cliente que viene, cliente que me quitas. ¿De qué se trata?’.
”Los policías nunca me agradaron, siempre se metieron en mi vida. Se comportaron como si ellos manejaran mi cuerpo, como si fueran mis dueños. Hubo un tiempo en que un grupo de granaderos pasaba, me obligaba a subirme a la camioneta y me violaba. Ya me habían puesto como apodo ‘la torta del barrio’. A pesar de que me negaba y hacía lo posible por defenderme, me subían a la camioneta. Todos pasaban por mí sin condón. Al final, me dejaban por Balbuena, con la vagina llena de espermatozoides, llorando. Un horror”.
Los abusos que vivieron ella y sus compañeras, asegura Patricia, creó entre las trabajadoras sexuales una red de activismo social que las llevó a manifestarse ante las autoridades para exigir sus derechos como trabajadoras. Veinticinco años después de no quitar el dedo del renglón, dice, “nuestro trabajo ya es reconocido como cualquier otro empleo y eso debe valer también para que ya no nos discriminen.[“]La credencial es un documento de protección para que las autoridades no nos detengan, no nos extorsionen y no nos lleven al Torito”.
A pesar de que Patricia admite que es un logro histórico para las trabajadoras y trabajadores sexuales ser reconocidos como trabajadores no asalariados, también destaca que el ambiente está enrarecido para ellos: la lucha contra la trata de personas provoca que las autoridades ataquen el oficio y no distingan entre las víctimas de explotación sexual y quienes trabajan en él sin presión alguna. Patricia es tajante en su solución: “¿Por qué no agarran a los padrotes y dejan de estar fregando?”.
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Patricia ha sido muy estricta con el cumplimiento de sus leyes laborales, excepto con una: “no enamorarse de los clientes”. Se justifica con una gran sonrisa: “en el corazón no se manda”.
Se pensaría que el recuerdo del gran amor de su vida lo tiene tatuado en las falanges bajas de los dedos de su mano derecha. Cuando cierra el puño se distingue un nombre: Jorge. Es una pista falsa.
“En mi vida he tenido 19 parejas sentimentales —al padrote no lo cuento—. Han sido como los eslabones de una cadena. De cada uno me enamoré y llegué a pensar que estarían conmigo para siempre. De los 19 yo sólo dejé a ocho. Los demás me cambiaron por otra. Cuando un hombre se aburre de ti, empieza a buscar el defectito, el pretexto”.
Luego de ser víctima de explotación sexual, Patricia no permitió que ninguno de los hombres con quienes tuvo relación sentimental la obligara a mantenerlos, situación muy común: “Los hombres se aprovechan de los sentimientos de las trabajadoras sexuales para estar de conchudos, para no trabajar”.
Una de las rupturas amorosas que más estragos causó en su vida fue la que protagonizó con el padre de su hija. Patricia llevaba casi tres años trabajando independientemente, tratando de mantener a su hijo que entonces ya tenía dos años, cuando conoció a Esteban. Un cliente al que no le importaba pagarle por día, con tal de que lo acompañara al cine o a comer. Después de varios meses de salir, decidieron vivir juntos. “Me sacó de trabajar, me embaracé y tuvimos una niña. Me rentó un cuarto, me compró refrigerador, comedor, todo”.
Lo que Patricia no sabía era que los fajos de billetes con los que Esteban llegaba a su casa los ganaba con la venta de autopartes robadas. “Él me confesó que era rata. Robaba en la Buenos Aires y en la Doctores. Un día lo agarraron y lo metieron al reclusorio. Yo tuve que volver al talón porque su familia no me quería y no me apoyaron”.
Al cumplir su condena, Esteban la buscó, pero ella ya no quiso seguir viviendo con él. “Ya no era amoroso ni buen padre. No era mi padrote, pero cómo me puteaba el desgraciado. Se drogaba”.
Para huir de Esteban, tomó a sus dos hijos y en la Central de Autobuses del Norte se subieron al camión que estaban anunciando en ese instante. Su viaje terminó en Mazatlán, en donde trabajó en un puesto de comida en un mercado. El bajo sueldo que recibía no era suficiente. [para ella y sus dos hijos.] Sin temor, partió a Hermosillo, Sonora, en donde trabajó como recolectora en el campo.
“Estuve en Hermosillo como ocho años. Trabajé en el corte de uva, en la recolección de nuez. También estuve como trabajadora sexual, pero sólo los fines de semana. Son los días en que los campesinos van en busca de sexo. Allá tuve cuatro amores”.
El rechazo del último de sus amores sonorenses la hizo tomar sus maletas para volver a la ciudad de México. “Se llamaba Celso. También sufría por él, no me quería. Me acuerdo que tomé el tren. Ya me estaba rajando cuando llegué a Guaymas, Sonora. Me quería regresar, pero dije ‘ni madres, tengo que irme a México, me lo tengo que sacar de la cabeza’”.
Los siguientes eslabones de la cadena, colgada del corazón de Patricia, ahora son sólo recuerdos.
“El verdadero amor me llegó a los 46 años. Luis era uno de mis clientes. Lo conocí en agosto de 2013. En ese momento yo tenía a mi pareja. Luis fue el primero que en la vida me dijo: ‘cuando un hombre te quiere de verdad, esos senos, esas nalgas, ese cuerpo, nada más los va a querer para uno mismo. No los va a querer compartir con nadie’. Me dejó pensando. A los seis meses decidí casarme con él”.
Patricia y Luis se casaron el 14 de agosto de este año, en la ceremonia de bodas colectivas organizada por la delegación Venustiano Carranza. El festejo íntimo fue un día después, apadrinado por las personas a las que ella considera su “familia”: Elvira Madrid, Rosa Icela Madrid y Jaime Alberto Montejo, los responsables de la organización civil Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez”. Ninguno de los tres podía faltar en esta celebración; Patricia ha compartido con ellos los días más importantes de los últimos años. Por ejemplo, su graduación como estudiante de secundaria en el sistema abierto del INEA.
Patricia ya no es trabajadora sexual, pero tiene su credencial de trabajadora no asalariada porque fue una de las mujeres que siempre dijo con “la frente en alto, enseñando pierna y pecho” que “las trabajadoras sexuales no nos vendemos, hacemos intercambio. El cliente me da un billete y yo le doy placer, un cuerpo. Si yo me vendiera, me volvería esclava del cliente, me llevaría con él y haría conmigo lo que le diera su chingada gana”.
Kathya Millares
Editora.
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