Takones altos…
Adiós…
Manuela
16/01/17
Hola.
Tengo un amigo que me ayuda a escribir y darle sentido a lo que pienso para poder escribir en este espacio. Hoy me ha pedido le ceda el espacio por un evento especial. Así que los dejo con él.
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Hoy recorrí un camino que hacía mucho no recorría. La primera vez que lo hice fue para ver la nueva vida que surgió de un amor juvenil, hoy ya parte del pasado. Fue un largo viaje por un la carretera que me llevaría al encuentro de toda una vida inesperada e infinitamente feliz.
Nunca pensé que ese viaje de reencuentro con mi amiga, separados por los cuidados pertinentes de una embarazada, me llevaría a tener una sobrina, la primera, conocer al amor de mi vida, pero sobre todo una nueva mamá.
Primero fue la mamá de mi amiga. Claro, así se comienzan muchas cosas. El primer acercamiento formal era a través de conocer esa pequeña personita con el nombre genérico de bebé. La señora muy atenta me invitó a pasar a su casa, me invitó de comer y a compartir la felicidad de la llegada de Bebé.
Así transcurrió algún tiempo. Mi amiga me permitió acercarme poco a poco al resto de la familia. Conocí al papá, al hermano menor, a la hermana mayor, al hermano más grande y así relacionándose poco a poco hasta que un sentimiento de familiaridad abrigaba el ambiente.
Pásale por aquí, pásale por allá. Cómo estás tú, cómo está usted, cómo está tu mamá y tus hermanos, cómo le va en el trabajo, cómo te va en la escuela, vas a la tienda por esto o por aquello, ya no te vayas, ya es muy tarde, cuídate, cuándo regresas. Su amabilidad era una rosa en flor bañada en rocío. Inevitablemente el amor creció.
Por otro lado era maestra. Una guerrera que todas las mañanas se levantaba para emprender la batalla contra la ignorancia. Y claro ahora era la maestra Lupita. Ella disfruto de la época donde los maestros y las maestras eran una autoridad. No solo en el salón de clases sino también fuera de él. Educó un titipuchal de generaciones. No sé a cuantas les enseñó a leer, escribir, a conocer los números, a sumar. Tampoco sé a cuántos padres les enseñó a conocer a sus hijos o hijas o ambos. A cuántos niños influyó para tener una profesión. No sé a cuántos alimentó. No sé a cuantos los educó en el amor propio. Cuántos de ellos se enamoraron a partir de las lecturas que ella les compartía. Pero algo que nunca me dejó de sorprender, es la maravilla de memoria con la cual circulaba todos los días.
Más de una ocasión se llegó a encontrar con personas que la saludaban. Sin retrasar el saludo les contestaba con sus nombres, les preguntaba de sus familias, de sus proyectos. Al continuar la caminata nos compartía alguna de las anécdotas de aquel o aquella. Y seguía caminando como sin nada, mientras los que íbamos a su lado, marchábamos boquiabiertos por el acontecimiento.
En su larga trayectoria llegó a educar hasta tres o cuatro generaciones. Todo dependió de la velocidad de reproducción de la familia en cuestión. Y no era ninguna clase de coincidencia, los primeros reconocieron que era una buena maestra, y más que convertirse en una tradición, era el respaldo de sus métodos reforzados por la experiencia.
Así fue como conocí a la maestra Lupita.
Más tarde mi amiga, que me brindó el honor de ser tío de su Bebé, que me permitió estimar a su familia y que me estimaran a mí, llegó algo que parecía inalcanzable.
Mi amiga al poco tiempo retomó sus estudios. Ahí por casualidades de la vida conoció a una amiga. Un día, cuando la amiga de mi amiga cumplía la mayoría de edad, se festejó a las afueras de la escuela. Con la primera sonrisa que esbozó, fue suficiente para que no se me fuera de la mente.
En fin, el tiempo pasó. Pasó tan lento o tan de prisa que en más de tres o cuatro años yo no tenía la intención de hacer mención de mi gusto por la amiga de mi amiga. En este transcurso de tiempo, ésta amiga ya vivía en la casa de mi amiga. Así las intenciones de un acercamiento físico/emocional se fueron desvaneciendo. Pues en estos temas soy muy tímido. A raíz de esto, lo único que pensé fue “cuando la hoy Bebé tenga quince años, le diré a mí amiga que su amiga me gusta”, suponiendo que para entonces siguieran en contacto. Sino la frase cambiaría un poco, “te acuerdas de tu amiga, la que vivió con ustedes un tiempo, pues me gustaba”.
Sin embargo, esto no fue necesario. En un viaje que hicimos, mi amiga, su pareja, la amiga y yo cambiaría todo. Resuelto a dejar de lado la ilusión de una relación de pareja, me decidí, si ella le parecía, que también fuésemos amigos. Pero cosas extrañas pasan en la vida. Una mañana bajo el caluroso lugar donde dormíamos, un movimiento repentino nos llevó a besarnos.
Días más tarde le propuse que no quería solo un momento de esos que comúnmente llamamos de “unos besos y ya”, sino de establecer una relación de pareja, eso sí, solo hasta que durara. Y, así, de algún modo, y de una manera muy cínica, un tiempo después yo también estaba bajo el techo de mi amiga, viviendo con su amiga.
Y, así, conocí a la mamá Lupita.
Me trató sin diferencias. Me trató como a su hijo. Y a todos los que llegábamos a ese recinto era la paz familiar, no eras un extraño. Siempre había una mamá para darte un consejo, para regañarte, para enderezarte, para preguntarte como te fue después del trabajo, para tener platicas filosóficas y contar chistes de toda clase. Me convertí en uno de sus monstruos.
Aprendimos lo necesario de lo que hay que saber, como hijos. “Mi mamá esta silbado”, nos dijo mi amiga. Al principio y dicho así, al aire, era una frase que no tenía importancia. Pero al ver que no había una respuesta de nosotros se acercó para aclararnos el silbido. Dicha acción significaba que Mamá Lupita estaba molesta. Ante ello no bastó otra ocasión para ponernos alertas para remediar, si estaba a nuestro alcance, la molestia.
Si nosotros teníamos la culpa, generalmente era porque nos habíamos quedado hasta noche y no recogíamos nuestro muladar y algo que siempre hay que tener es, un lugar arreglado. Y al levantarse por la mañana y ver la casa patas pa’rriba pues se molestaba. Después al escuchar la primera nota del silbido, que generalmente era por la mañana, todo el mundo se levantaba para hacer las labores de la casa, preparar el desayuno y hacer un ambiente armonioso para que la molestia se disipara o aminorara la molestia.
Así conocí las veladas. Los problemas familiares. Los afectos. Los nietos, grandes, los pequeños, y conforme iban llegando. Y los que eran los hermanos y hermanas de mi amiga, pronto fueron contemplándonos como miembros de la familia. Pero las cosas cambian, hoy esa relación de pareja es parte del pasado y Mamá Lupita…
Una enfermedad venenosa se apostó en su cuerpo. Macabro veneno que se instaló en lo más profundo, ahí donde más daño causara. Un cáncer se desarrolló alrededor de órganos vitales e impedía su funcionamiento normal. Lo cual lo convertía en no operable.
Este veneno la mantuvo en ese lugar de paredes blancas y sabanas frías, pero nunca le quitó las fuerzas para seguir adelante. Cuando la visité, fue muy emocionante. Me recibió con su característico “monstruo, viniste”. Me conmovió muchísimo, las lágrimas casi saltan al vacío sin avisar, pero recapacitaron y sólo se asomaron, pues no era el momento oportuno para dejarse ver.
Estaba cansada, eso no se puede negar. La batalla era muy agotadora. Se lamentó de no poderme atender, en ese momento yo estaba para cuidar de ella. “Tengo mucho sueño”, decía. “No se preocupe, descanse”. Me pidieron abandonara la habitación, pues iban a realizar las curaciones pertinentes a ese cuerpo marcado por la vida diaria.
Estar en la espera, entre esos pasillo fríos, pude expresar esa tristeza incontenible de ver a alguien que quieres y no poder hacer mucho. Los pensamientos filosóficos sobre lo que es pertinente decir, que agobian la mente y aquellas gotitas saladas deseosas de saltas, se dejaron deslizar tiernamente por mis mejillas. Me dieron ese apapacho que necesitaba para que no incomodara a Mamá Lupita cuando regresara a su lado.
Al entrar de nuevo a ese cuarto que fue su casa por algunos meses estaba somnolienta, pero me encargaron que le diera un par de pastillas. La incorporé, presentándole las pastillas y la botella de agua. No puso objeción. Tragó la primera sin dificultad. A la segunda le salieron manitas y se quedó aferrada en alguna parte de la garganta o en la campanilla, lo que la hizo toser y sentir ahogamiento.
Sacó fuerzas de la nada, pues en ese día no había probado su desayuno, y se incorporó para que la pastilla bajara y llegara a su primer destino, el estómago. Ahí me di cuenta que ella seguía con las ganas de vivir, que todavía tenía fuerzas para seguir luchando.
La muerte solo pueda ganar, mientras no te conviertes en su amiga. La Señora, la Maestra, la Mamá Lupita, estuvo en una lucha constante contra su cáncer, pero también mucho tiempo para platicar con la muerte. Al final se hicieron amigas. La muerte le susurraba al oído algunos secretos y reían con simpatía infantil. Esta amistad le permitió tener tiempo para conversar con sus hijos y explicarles acerca de su propia partida.
Las ausencias siempre serán ausencias, pero solo serán vacíos cuando no se entrega todo el amor. Fue una partida muy emotiva. Los rituales que se llevaron a cabo fueron poco ortodoxos, como lo fue ella en esto que llamamos vida. Los hijos respetaron su voluntad contra la presión social religiosa. Esto que llamamos velorio, se llevó con una armonía pocas veces vista.
El féretro fue recibido con una colmena de motociclistas. El zumbido atrajo la atención de toda la cuadra y tal vez de algunas más. Las ventanas se llenaron de ojos curiosos que brillaban por la curiosidad hasta descubrir el arribo del cuerpo de la Maestra Lupita. Así es, decía aquel zumbido, ya llegó, ya está aquí la guerrera que se hizo amiga de la muerte. Y esto sólo se completa con la frase de su hija mayor, “Bienvenidos a la fiesta del fin del dolor”.
El dolor no se va nada más, así por que sí. Tuvimos que dejarlo ir con un poco de agua, que nace de los ojos para que purificara nuestra alma.
Para terminar el ritual de despedida, el cuerpo ya estaba en una pequeña caja. Aún estaba caliente. Se regresó con éste, hasta el hogar. Ahí permanecimos hasta que ese calor se propago entre los presentes, convertido en afectuosas anécdotas de lo vivido a través del tiempo con ella.
Adiós Mamá de mi amiga…
Adiós Señora…
Adió Maestra Lupita…
Adiós Mamá Lupita…
Adiós…
Hasta pronto.
P.D. Mi dolor es proporcional a mis alegrías, que fueron infinitas.
TAKO
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En fin… ¿Vamos?
PD.
El Trabajo sexual no es trata de personas.
El Condón no es una prueba jurídica de trata de personas, es un utensilio de salud.
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