Disentir en México, de la identidad al periodismo

Disentir en México, de la identidad al periodismo

Alexandra Argüelles

Las plataformas digitales han sido herramientas útiles en la consolidación de movimientos sociales alrededor del mundo, desde hace más de una década. Esta realidad no solamente se ha manifestado en países del llamado “norte global”, sino también en países de América Latina como México. La forma tan orgánica con la que estas plataformas fueron incorporadas a las estrategias de difusión de información, comunicación y organización de la sociedad civil para hacer frente a los abusos de poder a nivel mundial (y en escalas que van desde oponerse a las corruptelas de Wall Street hasta denunciar las violencias de género en gremios diversos), evidencia la posibilidad de para amplificar la potencia de los movimientos sociales a través de las tecnologías.

Desde inicios de este año, en México estamos enfrentando una creciente e incesante ola de violencia hacia personas LGBTIQ+ y disidentes sexogenéricæs. Esta evidente muestra de la discriminación que se vive en nuestro país también se ha nutrido de la perseverante violencia machista que dio como resultado los 1,004 feminicidios reportados en 2021 (la cifra anual más alta, desde el inicio de estos registros en 2015). Estas poblaciones también han sido las más afectadas por los impactos socioeconómicos de la pandemia por COVID-19 en nuestro país.

De acuerdo a la Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Matínez”, en febrero de 2021 se estimaba que el número de trabajadoras sexuales independientes había incrementado de 7,700 a 15,200: únicamente a las trabajadoras de la Ciudad de México. Ante la presión que existe por generar ingresos en un contexto de incertidumbre económica y una crisis que ha colapsado servicios como los de salud y educación, varias de las personas que ejercen trabajo sexual en México han tenido que asumir condiciones de riesgo (como interactuar con clientes sin cubrebocas o tener relaciones sexuales sin condón) y romper con sus propios protocolos de seguridad con tal de recibir ingresos, en respuesta a la falta de garantías para asegurar condiciones dignas de trabajo y el desinterés con el que las políticas públicas han fallado en responder a la crisis económica que vivimos.

Criminalizar y estigmatizar el trabajo sexual no resuelve las condiciones de inseguridad que orillan a quienes realizan este trabajo a aceptar condiciones abusivas o de riesgo, tampoco contribuye a desmontar las estructuras que sostienen la trata de personas. El trabajo sexual y la trata no son lo mismo, esta manipulación discursiva victimiza a quienes ejercen el trabajo sexual, niega su autonomía, les condena a la clandestinidad reforzada por la estigmatización y evidencia un sesgo terrible sobre los tipos de trata de personas que existen en nuestro país (algunos, incluso, enfocados al trabajo en campos de cultivo o al tráfico de órganos).

Para algunas personas, el trabajo sexual en línea –a través de plataformas digitales que habilitan la posibilidad de generar esquemas de pago por acceso a contenidos– fue una alternativa que permitió subsanar la pérdida de empleos al inicio de la pandemia o la nueva escasez económica que ha venido con la inflación en los últimos meses. Por otro lado, han sido también las plataformas digitales a través de las cuales personas con VIH han podido apoyarse y gestionar respuestas desde la sociedad civil ante la falta de atención que se ha dado a esta población por parte del gobierno.

Este año, más allá de las mujeres (cis y trans), personas LGBTIQ+ y disidentes sexogenéricæs, ha habido también un fuerte incremento en la violencia hacia periodistas. Esta ola de violencias ha dado como resultado el asesinato de 30 periodistas en lo que va de este sexenio, consolidándolo como el periodo más letal para la prensa desde el 2000 de acuerdo a Artículo 19. Frente a esta situación, periodistas y personas defensoras de derechos humanos en todo el país se han organizado en línea a partir de hashtag #NoSeMataLaVerdad; convocando a acciones presenciales y virtuales en distintos estados para construir solidaridad entre los distintos movimientos sociales que se han estado consolidando frente a las acciones cada vez más autoritarias, negligentes y abusivas por parte del gobierno hacia poblaciones -históricamente discriminadas- en riesgo y personas que ejercen labores de comunicación fundamentales para la democracia en México.

El espacio cívico digital como herramienta social

Además del apoyo que se ha brindado desde iniciativas que han dado refugio -físico y comunitario- a personas LGBTIQ+ y disidentes sexo-genéricæs, también las personas que ejercen trabajo sexual (hombres y mujeres, tanto cis como trans) en México se han organizado a través de distintas plataformas y redes sociales para dar respuesta a las necesidades que son fundamentales para garantizar la vida y la dignidad de las personas que son continuamente discriminadas en nuestro país.

Ejemplos de esto existen en torno al trabajo que ha realizado la Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Matínez” y la Alianza Mexicana de Trabajadoras Sexuales (AMETS) para brindar despensas a trabajadoras secuales en todo el país; el trabajo de Casa Frida que continúa siendo refugio para personas LGBTIQ+ -tanto nacionales como migrantes- que han perdido su hogar y redes de apoyo inmediatas durante la pandemia; el trabajo de organizaciones como Hola, Amigue o Balance A.C. que han brindado espacios de encuentro digitales para alcanzar a más personas y tejer comunidad aún en la distancia; la brillante revista Arrecife Arte Trans que ha sido un vehículo de comunicación, resistencia y memoria por y para personas trans e identidades no normativas; iniciativas como comun.al, la Red de Abogadas Violeta o Marcha Lencha que también han ofrecido información en cuanto a seguridad digital, acompañamiento en denuncias de violencia de género en línea o convocado a marchas para hacer visible la resistencia sáfica en el país; o incluso la convocatoria a la asamblea nacional virtual del 7 de febrero que surgió a raíz del ataque hacia la activista y trabajadora sexual Natalia Lane en enero de 2021 y a partir de la cual distintas personas se han sumado en todo el país para articular acciones nacionales frente a la ola de violencia que significa una amenaza a nuestra dignidad, a nuestra vida y a nuestra existencia como personas LGBTIQ+ y disidentes sexogenéricæs.

En un país que día con día amanece con noticias distópicas en las que el gobierno anuncia maneras cada vez más autoritarias para restringir nuestra libertad y el ejercicio de nuestros derechos, incurriendo en abusos rampantes que presumen con orgullo sádico, la importancia de las resistencias civiles surge como una fuente de esperanza y autonomía que trasciende el golpeteo mediático con el que algunos grupos (abiertamente antiderechos) han buscado desacreditar los esfuerzos por alcanzar el acceso a la justicia que actualmente se ve más obstaculizado por el mismo Estado que debería garantizarlo.

Los paralelismos que surgen entre la estigmatización que reciben las personas que realizan trabajo sexual y quienes ejercen periodismo, la negligencia frente a la violencia hacia las personas LGBTIQ+, disidentes sexogenéricæs y las mujeres (cis y trans), el constante acoso que reciben las personas que se atreven a disentir públicamente de la hegemonía política -donde también se instaura la hegemonía sexual- y quienes nos hemos organizado para construirnos posibilidades que nos permitan vivir dignamente y sin miedo, son algunos síntomas graves a los que vale prestar atención ahora si no queremos que esta inercia autoritaria y criminalizante se siga perpetuando e incrementando más allá del gobierno en turno.

Represión digital a escala global

Las tecnologías han brindado posibilidades de comunicación, encuentro y organización para la sociedad civil en distintos ámbitos, pero también se han convertido en un nuevo terreno de disputa donde derechos como la privacidad, el acceso a la información o la propia libertad de expresión están en riesgo constante.

La censura hacia periodistas en el ámbito digital ha escalado hasta la remoción de contenidos, pasando por otro tipo de ataques que atentan contra la seguridad individual a través del acoso dirigido y las amenazas en perfiles personales redes sociales. Publicaciones recientes sobre esto -que es un fenómeno que se ha ido documentando desde 2015– han sido realizadas por medios como Luchadoras y Artículo 19. Esta censura, que se extiende hacia quienes realizan comunicación en sus comunidades o convocan a campañas para romper con la estigmatización a través de la difusión de información, es también otro síntoma claro de cómo las tensiones entre la sociedad civil organizada y la represión que ejerce el gobierno se trasladan al ámbito digital; una extensión del ámbito físico donde también resistimos, defendemos nuestra dignidad y ejercemos nuestros derechos.

Aunado a esto, gran parte de las plataformas digitales que usamos diariamente en México son productos desarrollados y operados por enormes empresas tecnológicas basadas en (y regidas por las legislaciones de) Estados Unidos. Así como localmente se han registrado iniciativas descabelladas que han intentado restringir la libertad de expresión en línea (como la ridícula ley antimemes -tanto la del 2015, como la del 2018 y la del 2020– o el PIN parental), en Estados Unidos actualmente se discute en el Senado la posibilidad de aprobar la llamada EARN IT Act, una propuesta de ley que bajo el supuesto de buscar “eliminar la abusiva y rampante negligencia de las tecnologías interactivas” frente al abuso sexual infantil nos recuerda los peligrosos impactos que tuvieron iniciativas como FOSTA/SESTA.

Todas estas legislaciones, amparadas en la noble búsqueda de soluciones para poner fin al abuso sexual infantil y la trata de personas, han generado disrupciones en el ecosistema de internet; segregando a personas LGBTIQ+, personas con VIH, grupos históricamente marginados (como las minorías raciales en ese país) y trabajadoras sexuales, que a través de internet se informan, construyen comunidades y se organizan para construir el acceso a condiciones dignas de vida y trabajo que les son negadas en el espacio físico. De aprobarse la EARN IT Act, las plataformas digitales podrían no solamente restringir la difusión de contenidos sobre salud sexual y reproductiva -que benefician a personas más allá de la comunidad LGBTIQ+- sino que también estarían obligadas a perpetuar la criminalización del trabajo sexual afectando a usuarias más allá de Estados Unidos para evitar sanciones en ese país.

Otra manera en que esta ley puede ser instrumentalizada para afectar a personas en riesgo tiene que ver con el menoscabo al cifrado -elemento fundamental para garantizar la privacidad de las comunicaciones digitales- que aunque en lo escrito busque “identificar el origen de la difusión de los contenidos abusivos”, podría interpretarse de modo que legitime la vulneración a la confidencialidad de las comunicaciones, exhibiendo a fuentes periodísticas, informantes o incluso para perseguir a quienes denuncien abusos de poder. Si bien, en Estados Unidos podrían existir salvaguardas para evitar este escenario, sabemos que en países como México este tipo de afectaciones no pasan desapercibidas en el contexto de riesgo donde ejercemos nuestra -amenazada- libertad de expresión y protegemos a quienes alzan la voz para nutrir el periodismo crítico.

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Sin mirar ingenuamente a las tecnologías como soluciones o “balas de plata” infalibles, es importante reconocer el valor que han tenido como herramientas para fortalecer las acciones de la sociedad civil y las posibilidades de organización para las poblaciones que han sido marginadas históricamente. Ante las crecientes olas de violencia y la consolidación de una tendencia gubernamental cada vez más autoritaria, es necesario informarnos y defender tanto nuestros derechos como las herramientas que nos sirvan para amplificar su ejercicio.

Internet es un territorio en disputa, pero también es un territorio fértil para la resistencia y desde aquí -más allá de las fronteras- también nos oponemos a la segregación, a la censura y a la criminalización estigmatizante que menoscaban nuestras posibilidades para trabajar y vivir de forma libre, digna y sin miedo. Probablemente este sea uno de los últimos “mejores momentos” para tejer alianzas entre movimientos, para construir alianzas que nos permitan reconocer lo que está en riesgo y actuar desde la prevención para hacer sostenibles nuestras luchas. Nunca es tarde para aprender (a resistir) juntæs.

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