Chicas de salón: el oficio olvidado

Chicas de salón: el oficio olvidado

revistaespejo.com

Paloma, una chica menuda y cabellos negros, se define como una chica de salón. Es decir, una mujer que en un salón baila, bebe y acompaña a los clientes “y hasta ahí. Ya lo demás cada quien sabe”. Lo demás, el sexo. No se siente cómoda que le llamen fichera porque socialmente se relaciona con el trabajo sexual y ella no se considera así.

Hace 20 años Paloma comenzó a trabajar de forma intermitente como chica de salón en bares. “En el bajo mundo lo llaman congal y más abajo: putero”, dice irónica. Ella piensa que putero es una palabra despectiva.

En Ciudad de México aún existen lugares comúnmente conocidos como bares de ficheras, un nombre que data de la década de los cincuenta. A las mujeres que cobraban por bailar una salsa o una cumbia en pareja en esa época se les da ese nombre, pues por cada copa que les invitaban ellas recibían una ficha y más tarde eran canjeadas por dinero. En la actualidad se usan pulseras o simplemente la palabra y el cobro se hace directo.

Paloma ejercía el oficio de chica de salón cuando sus ingresos en otras tareas mermaban, como ser obrera de una fábrica o una empleada de mostrador. La última vez que trabajó bailando y acompañando a un hombre fue en 2017. Laboraba 4 días a la semana y sus ingresos por noche oscilaban entre los mil y 2 mil 500 pesos en una jornada de 4 o 5 horas, ganancia que dependía del cliente con quien trabajara. Por ejemplo, había uno a quien Paloma se refiere como “Tafoya”, quien le daba mil pesos por estar con él toda la noche; o “El ingeniero” que le daba hasta 2 mil 500. Claro, estos clientes “no eran del diario”.
El engaño

Paloma nació y creció en el estado de Puebla. Allá se casó a los 22 años en secreto porque sus papás no querían que uniera su vida a la de un militar. Junto a su esposo emigró a Ciudad de México. Después de cinco años de unión se divorció cuando tenía 27 años. “Después de llorarle una semanita, me puse a buscar trabajo porque él se llevó todo”, dice enérgica. Las deudas de su departamento la comenzaron a agobiar; sabía que debía conseguir empleo para solventarlas. Era el año 2000 cuando compró el periódico y leyó: “Se solicitan hostess y edecanes”.

Después de una llamada la citaron por Tlalpan, la complexión delgada y ser menor de 30 años eran los requisitos para acudir a la entrevista. “Yo iba de traje sastre”, me dice y se ríe con pena. Recuerda que habían como 15 chavas más y pensó: “va a estar dura la competencia”, ellas también vestían formal. La entrevista comenzó al informarles que el trabajo era para atención a clientes en un restaurante bar familiar y que las que se animaran podían ir de una vez a conocer el lugar. Paloma fue una de las que se animó.

Paloma recuerda que sintió miedo pero decidió ir porque le urgía el empleo. En una camioneta fueron llevadas 10 mujeres al centro nocturno Casablanca (uno de los lugares emblemáticos de la vida nocturna con más de 70 años de servicio) cerca del metro Salto del agua. Su “entrevista” fue a las seis de la tarde y al “restaurant-bar familiar” llegaron a eso de las ocho de la noche, cuando la orquesta empezaba a tocar. Ella pensó que sí era un restaurante familiar porque tenía esa apariencia.

Del interior del salón que olía a fabuloso y tabaco apareció doña Maru, una señora de unos 60 años que les leyó la cartilla:

“Señoras, aquí el modo de trabajar es muy fácil, ustedes pueden bailar con los clientes y cobrar, deben atenderlos, ser amables con ellos y si las invitan a sentarse con ellos en sus mesas, pueden hacerlo, tomarse una copa y cada una negocia el costo. Los viernes deben traer vestido de noche, si alguna quiere quedarse de una vez a trabajar pueden hacerlo”.
Doña Maru.

Maru también les habló sobre el comportamiento: “cada quien sabe cómo se gana su dinero pero no pueden hacer problemas, los clientes aquí no son de nadie”, puntualizó. Se quedaron seis chicas. “Yo lo que quería era trabajar ya”, dice.

Paloma ya había buscado empleo en varios lugares, como recepcionista, vendedora y en fábricas pero no encontró nada. Desesperada aceptó quedarse.
Un oficio en el abandono

Las chicas que ya trabajaban ahí le explicaron que no era forzoso beber alcohol y ellas negociaban con cada cliente los 200 o 300 pesos que en ese entonces cobraban por sentarse con ellos mientras bebían su botella y escuchaban sus quejas y penas.

Paloma recuerda que su primer cliente fue un señor maduro, al acercarse las miró a todas y a ella le dijo: “Ven, vamos a bailar”, al concluir la pieza la acompañó a su lugar y le pagó 20 pesos. Ella experimentó una sensación rara al recibir el dinero y pensó: “Si me van a pagar por bailar y sin necesidad de beber, pues bueno”.

Después de tres piezas el mismo señor le preguntó que si se quería sentar en su mesa, “yo me siento en las sillas, no en las mesas”, bromeó Paloma. Aceptó pero pidió ir antes al baño, fue donde vio a una chica que se cambiaba los jeans y la playera por un minivestido, le pidió consejos. “Tienes que aventar colmillo, ese cliente es bueno, y abusada si se acaba esa botella y pide otra, son otros 300 pesos”, le asesoró la chica alta, guapa, de caderas anchas y originaria de Chiapas, quien trabajaba en el mismo lugar junto a sus dos hermanas.

Desde hace dos décadas no ha aumentado el pago, ahora la pieza de baile se cobra a lo mucho en 40 pesos dependiendo del lugar. La mejor ganancia está en las “propinas” y esas las determina cada cliente.

Al paso de las trasnochadas, Paloma conoció en el ambiente las mañas para beber y no emborracharse tan rápido como el ingerir aceite de ricino o cobrar por adelantado a los clientes para que no se le fueran sin pagar. La culpa también llegó; ella sentía que estaba haciendo algo malo y se lo ocultó a su familia por pena. Los cuestionamientos la invadieron: ¿qué hago aquí si tengo que estar lidiando con puro borracho?.

La relación laboral de Paloma inició así, en condiciones de absoluta informalidad, sin documentos de por medio. Las cosas no han cambiado desde hace 20 años, pues sigue sin existir una ley que regule el oficio de las mujeres que bailan con los hombres. No existen derechos laborales que las protejan o que les garanticen la remuneración por su actividad, mucho menos su seguridad. Hay reglas y horarios que benefician a los dueños de los establecimientos pero a ellas no.

De acuerdo con la abogada Arlen Palestina quien desde el año 2013 da acompañamiento jurídico a las trabajadoras sexuales en la organización Brigada Callejera de Apoyo a la Mujer “Elisa Martínez” A.C., la situación laboral de las ficheras está en el abandono. A diferencia de las trabajadoras sexuales de vía pública, las ficheras desempeñan su labor dentro de un establecimiento y aunque tampoco gozan de un salario fijo, se presume una relación obrero patronal con el dueño del establecimiento, aunque en realidad esa relación laboral opera en la clandestinidad pues no cuentan con ningún tipo de prestación.

Los dueños de los establecimientos quieren tener una buena cantidad de mujeres que no exijan esos derechos o que estén inmersas en adicciones. Porque muchos de estos bares, cantinas, loncherías, restaurantes operan de la mano de la delincuencia organizada en donde algunos de los clientes forman parte del eslabón de las adicciones, las invitan a consumir drogas y las vuelven adictas, entonces quien era su cliente se vuelve su dealer y ahora ella trabaja para pagarle a él y ahí se hace una mancuerna entre la delincuencia organizada y el dueño del bar.

“Sea Reforma o la Merced, el abuso y el no reconocerles su actividad es una generalidad, siempre hay quien quiere beneficiarse de ellas y de su trabajo”.
Arlen Palestina, abogada.

El amparo 112/2013, resuelto por la jueza Paula María García Villegas Sánchez Cordero, establece que las personas trabajadoras sexuales adultas, que eligieron o aceptaron su trabajo libremente, son trabajadoras no asalariadas y protegidas por la Constitución mexicana, Sin embargo, en la práctica este amparo apenas alcanza para las mujeres que laboran en la vía pública, a las ficheras no.

Arlen Palestina piensa que urge su sindicalización, así como la modificación a la Ley de trata, en donde el término lenocinio evita su protección en el amparo 112/2013, ya que indica que “cualquier persona que se beneficie de la acción sexual de otra está incurriendo en lenocinio”. Y aunque se argumente que las trabajadoras de estos lugares no están obligadas por el dueño del local, ¿cómo compruebas que están de manera libre?
Las bailarinas padecen de un constante desprecio por parte de una sociedad que las mira desde el estereotipo de la mujer-objeto. / Foto: Isabel Briseño.
Todas somos competencia

Muchas compañeras de los espacios donde Paloma trabajó no la aceptaban por no prestarse para cosas como el robo o la estafa a los clientes. La solidaridad es casi inexistente entre ellas, dice Paloma, pues permanecen a la defensiva para proteger su terreno, a los clientes “buenos” y el trabajo.

Paloma explica que todo cuesta y todo genera. Sus ingresos no están integrados exclusivamente por la ficha del baile, el baile invita o propicia que los clientes las inviten al hotel y si al cierre del lugar ellos las invitan a “seguir la fiesta”, ellas eligen. En la experiencia de Paloma, nadie la obligó a hacer algo que no quiso mientras laboró en el Casa Blanca o en el Gran Marqués. “Hay chicas que le entregan sus ganancias a sus novios o se las gastan en el vicio (drogas) y no cobran nada; pero aquí, cada una decide”, indica.
Riesgos y violencias

Existen múltiples peligros que Paloma ha sorteado. Trabajar cerca del alcohol es un riesgo, a veces los clientes beben mucho y se niegan a pagarles por el trabajo realizado; son acosadas, violentadas verbalmente o en ocasiones también físicamente. Las violencias que atraviesan a estas mujeres en muchos casos están normalizadas, incluso no son identificadas por ellas como violencias.

“Mucha gente llega muy bien portada pero después de unas copas se desconectan y empieza la agresión: te quieren manosear, abrazar o insultar y si le gustas al dealer ya te fregaste, ¿cómo le dices que no?”.
Paloma.

Paloma juguetea su cabello y recuerda que en una ocasión tres clientes la invitaron a su mesa y le pusieron una sustancia a su copa. Después de volver del baño y darle otro trago a la bebida, comenzó a sentirse extraña, muy mareada, temblorosa y con vómito. De inmediato llamó a su taxista de confianza quien la llevó y metió, casi inconsciente, a su casa. Paloma despertó en su habitación al día siguiente hasta la tarde, con mucha confusión.

En otra ocasión llegó un cliente “con mucho traje”, expresa Paloma, y el mesero le dijo: “ahí hay billete, siéntate con él”; primero se negó porque sabía que maltrataba a las mujeres pero accedió porque esa noche no hubo mucho trabajo. El hombre quiso convencerla de tener relaciones sexuales y ella se negó, entonces él amenazó con negarle el pago del trabajo realizado. “Hay clientes que son así, porque traen dinero sienten que tienen el poder de tratarnos como les da la gana”.

En otros casos las violencias son ejercidas por sus parejas sentimentales quienes las humillan o discriminan por su oficio.
El ingeniero

Ser una mujer seria y sin hijos llamó la atención de El Ingeniero, un hombre 20 años mayor que ella, casado, con hijos y con dinero. Un cliente muy peleado entre las chicas porque pagaba bastante bien. Era el año 2013 y el hombre pagaba 500 pesos por una copa, 2 mil 500 por compañía para ir a cenar.

Con clientes como él, Paloma redujo los días de trabajo por el monto de la paga. A veces sacaba 2 mil 500 a veces 3 mil en un solo día. Apartaba para sus gastos, ahorraba un poco. A veces hasta apoyaba a algún noviecito.

El ingeniero le regalaba perfumes, bolsas, carteras y otros obsequios. Le decía que ella nunca estaba fuera de lugar.

Paloma lo explica así: “Nunca fui exuberante y eso le gustó a él, que no llamaba la atención y en comparación con las otras chicas, no me veía de ese lugar”, dice refiriéndose al bar. Su forma de vestir era discreta y no tenía “plástico”, es decir, cirugías estéticas.

Una vez, el ingeniero le cuestionó: ¿qué te operarías si te regalara 20 mil pesos? “¿Forzosamente tengo que operarme algo? No me operaría nada”, respondió ella, en todo caso la dentadura por cuestiones de salud. Su meta era juntar dinero para poner una tienda de artículos de piel. “Eso lo enamoró, creo yo”, dice sonriendo Paloma.

Después de trabajar cuatro años con el ingeniero, al menos una vez por semana, en 2017 él le dijo que ya no quería que fuera al bar. Ella, a petición del hombre, elaboró una lista con sus gastos; ascendían a 12 mil pesos mensuales entre renta, comida, gas, luz y agua. El ingeniero aceptó y la relación laboral entre ellos dos comenzó: estar disponible para él las 24 horas. En el momento que él la llamaba, ella debía responder para acordar el encuentro. Acompañarlo, quedarse una que otra vez a dormir con él, hacer cosas que a él le gustaban como ir a los casinos o servirle como mensajera de su empresa, eran sus actividades.

Dos semanas después de que él “la sacó de trabajar”, como dice Paloma, la amenazó con retirarle el pago que habían pactado. Paloma cuenta que en dos ocasiones se distanció de su mejor cliente, a pesar de que sus ingresos dependían de él, porque le gritó y la quiso tratar mal.

En septiembre, un mes después de que trabajaba exclusivamente para él, la llevó a León, Guanajuato a comprar mercancía con la que puso la tienda de artículos de piel que había soñado. Pero cerró al medio año porque la quisieron extorsionar.

El día de su cumpleños El Ingeniero le entregó las llaves de una camioneta nueva, que ella entendió como su liquidación por ocho años de servicio.

“Trabajar con El Ingeniero fue una oportunidad para dejar de lidiar con borrachos y arriesgarse todas las noches”, dice Paloma.

Pero también asegura que nunca imaginó lo que le hizo, irse de repente sin decirle nada. Con el pretexto de ir a Estados Unidos a una revisión médica y a visitar a su hija, cortó el contacto.

Paloma tiene ahora 48 años y dos relaciones, una intermitente, llena de reclamos y malos tratos por su oficio, y otra con un cliente antiguo a quien ve eventualmente fuera del bar y quien le manda dinero también eventualmente.

En el desempleo, queda la opción de volver al salón. Paloma dice: “Ya no es un lugar al que desee regresar, le tengo agradecimiento porque muchos años me dio de comer, pienso que si salí de ahí fue para superarme, regresar ahí es como retroceder y asumir que me salieron mal las cosas, que no puedo hacer algo distinto a eso, por eso es mi última opción”, dice Paloma.
https://revistaespejo.com/2022/02/18/chicas-de-salon-el-oficio-olvidado/