Los complejos rostros de la prostitución callejera
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POR MARTA LAMAS , revista Proceso, 1 ABRIL, 2017
Analizar la prostitución es complicado. Sin maniqueísmos ni simplificaciones, Marta Lamas lo hace en su libro El fulgor de la noche, publicado por Océano y ya disponible en librerías. Ahí, la doctora en antropología, investigadora del ITAM y colaboradora de Proceso delinea las complejidades del trabajo sexual en las calles de la Ciudad de México y algunos de los debates que lo rodean: ¿legalizar o abolir; criminalizar o permitir; prohibir o modificar…? Con permiso de la autora, aquí se reproducen fragmentos sustanciales de la Introducción y del Capítulo III.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- ¿Por qué el trabajo sexual es el trabajo mejor pagado para las mujeres?, ¿qué implica la invisibilidad de los clientes?, ¿qué significa hablar de las mujeres que venden sus cuerpos y qué significa callar sobre los hombres que los compran?, ¿por qué se etiqueta a todas las trabajadoras sexuales como víctimas y se despliegan operativos para rescatarlas?
Justo sobre el trabajo sexual se desarrolla uno de los debates más encarnizados del feminismo: una parte sustancial del movimiento plantea la necesidad de acabar con la prostitución por considerarla una práctica degradante y opresiva para las mujeres, mientras que otra, sostiene que la lucha debe ser por la legalización y el reconocimiento de los derechos laborales de esas trabajadoras. Las feministas estamos divididas al respecto: hay quienes subrayan la autonomía en la toma de tal decisión, mientras que otras insisten en la explotación y coerción. Ahora bien, estas posturas no son excluyentes entre sí: puede haber tanto decisión como explotación, tanto autonomía para ciertos aspectos, como coerción para otros (Widdows, 2013). Algunas feministas argumentan que ninguna mujer elige prostituirse, que siempre son engañadas u orilladas (por traumas infantiles de abuso sexual); otras, entre las que me encuentro, consideramos que la mayoría lleva a cabo un análisis del panorama laboral y prefiere la opción de un ingreso superior ante las demás posibilidades que están a su alcance. Elegir en este caso no implica una total autonomía, ni siquiera supone optar entre dos cosas equiparables, sino escoger, no un bien, sino el menor de los males. Yo he tomado partido en esta disputa y en estas páginas intentaré explicar mi posición.
A finales de los años ochenta, inicié una relación de acompañamiento político a trabajadoras sexuales de la vía pública en la Ciudad de México, que después derivó en la realización de una investigación antropológica. Desde entonces a la fecha, he continuado la relación política con algunos grupos de trabajadoras sexuales independientes, incluso colaboré en el establecimiento de una casa de retiro para trabajadoras sexuales ancianas. Luego conocí a un grupo de trabajadoras independientes y politizadas del Metro Revolución, las acompañé en varias ocasiones en su proceso de lucha y compartí un trecho de su camino de reflexión. Recientemente, en 2014, me encontré con otras trabajadoras sexuales independientes que habían logrado, luego de un litigio jurídico, que una juez reconociera su condición de trabajadoras no asalariadas y obligara al Gobierno de la Ciudad de México a otorgarles la licencia correspondiente para laborar en la vía pública. Desde entonces establecí una relación de colaboración con la asociación civil que las apoya: Brigada Callejera, y retomé el tema del comercio sexual en la calle, tanto como activista como en mi trabajo intelectual, presentando ponencias y dando conferencias.
Me indigna el discurso flamígero que condena al comercio sexual como un mal absoluto y representa a todos los clientes como depredadores, incluso como psicóticos, pues distorsiona e incita la exigencia de su criminalización y la total erradicación de cualquier forma de comercio sexual. Esta postura del neoabolicionismo es peligrosa, porque ignora las variadas maneras de desempeñar ese trabajo y desvía la atención de la violencia económica estructural que impulsa a las mujeres al trabajo sexual. Indudablemente muchas de las mujeres y adolescentes que ingresan al comercio sexual son inducidas mediante el consumo de drogas o enganchadas por amor a sus padrotes. Sin embargo, no hay que olvidarlo: también hay quienes realizan una fría valoración del mercado laboral y eligen la estrategia de vender servicios sexuales para ganar buen dinero, cambiar de residencia, independizarse, incluso pagarse una carrera universitaria o echar a andar un negocio. En ese sentido, más que un claro contraste entre el trabajo libre y el trabajo forzado, se da un continuum de relativa libertad y coerción. Es indudable que lo que Marx calificó como el “inhumano poder del dinero”, cohabita regularmente con la sexualidad y está entretejido con variadas formas de poder. Una mezcla de creencias, tabúes y rechazos tiñe el entrecruzamiento de la actividad económica y las relaciones sexuales. Sin embargo, mientras que los cuerpos de los hombres deambulan libremente por las variadas formas de la sexualidad comercial, los cuerpos de las mujeres lo hacen bajo el estigma, la violencia y el riesgo.
Una de mis mayores preocupaciones es la actual ambigüedad jurídica que alienta la violencia y el peligro para las trabajadoras sexuales. Nuestra legislación está llena de omisiones e incongruencias: aunque la prostitución individual y libre es legal, se penaliza cualquier forma de organización del trabajo sexual como si fuera lenocinio. Así, si tres o cuatro amigas decidieran trabajar juntas, a quien rente el departamento se le podría acusar de lenona. Igual ocurre con los familiares (madres, hermanos, hijos) que acompañan a las trabajadoras. Es necesario terminar con la hipocresía social de aceptar que una mujer se venda libremente, con todos los riesgos que implica hacerlo sola, y reconocer formas de organización del trabajo que no son lenocinio. También es necesario difundir el hecho de que en la Ciudad de México ya se reconoce legalmente el trabajo sexual en la vía pública como un trabajo no asalariado, así como respaldar a quienes ya tienen la licencia (que aprueba su condición laboral) y luchan por sus derechos. Las intervenciones más eficaces a las políticas públicas en relación con prevención de violencia no deben consistir en la prohibición de ese oficio sino en modificar las condiciones estructurales que llevan a ejercerlo. Reconocer sus derechos y dar oportunidades laborales desincentiva el abuso machista en todas sus formas: el de los clientes, los policías, los funcionarios, incluso el de sus parejas. Nada de esto va a ocurrir por magia. Es indispensable que las mujeres que se dedican al trabajo sexual hagan lo mismo que quienes ya obtuvieron sus licencias: organizarse, iniciar litigios jurídicos y hacer intervenciones políticas, como las que consigno en estas páginas. Y es imperativo que los académicos realicemos investigaciones y las difundamos, y que los periodistas investiguen e informen, y así se conozca la complejidad de una situación que no debe ser reducida a los términos maniqueos que plantea el neoabolicionismo.
No obstante las diferencias de edad, estrato social y situación familiar, las coincidencias entre las chicas son notables. Las explicaciones que más enarbolaban, ante ellas mismas y los demás, eran que entraron al ambiente por necesidad económica, otras fueron engañadas y algunas más lo hicieron sabiendo perfectamente a qué se metían. La reiteración sobre el engaño podría interpretarse como una forma de desresponsabilización de que ellas no eligieron un mal camino, pero la reiteración de tantas historias que escuché muestra también una forma de operar de los padrotes. El caso típico: los enganchadores enamoran a las muchachas, se las llevan a vivir con ellos, las hacen perder su trabajo y, poco después, mediante súplicas de que los ayuden económicamente o por medio de amenazas, las ponen a trabajar. Para muchas, su primera relación amorosa las introduce al trabajo sexual: “Nos pasa a todas, te enamoras y luego tienes que aceptar”.
Para ellas, el día libre o el día de salida se convierte en la posibilidad de vivir, de huir de la opresiva realidad, de encontrar el amor. Los parques públicos son lugares donde pasean y suelen ser un lugar de enganche:
Lo conocí en mi día de salida, en Chapultepec; estuve saliendo con él como tres meses. Me enamoré. Luego me contó sus problemas, que no tenía trabajo. Me pidió que lo ayudara… que hiciera algo parecido a lo que hacía con él, pero diferente. Sólo unos minutos y ya, sin besos ni nada. Que eso nos ayudaría a los dos… Por amor llega una a hacer todo.
También existe un esquema de seducción y traición, donde el enganchador aprovecha la vulnerabilidad de la jovencita que llega sola a la ciudad.
Al principio me resultaba difícil creerles a aquellas que manifestaban una total ignorancia de lo que suponían entrar a trabajar:
Me dijo que fuera a trabajar con una amiga suya, pero no me dijo en qué. Me llevó donde había muchachas, y luego me dijeron: “Ponte este vestido cortito, chiquito… póntelo para que trabajes”.
Lo que ocurre relativamente pronto es que quienes han sido enganchadas mediante el engaño amoroso quedan embarazadas y la criatura que nace es retenida para obligarlas a pagar una cuota, vía el trabajo sexual.
Hay otras que se dan cuenta de que las quieren por el dinero y empiezan a separarse emocionalmente hasta que pueden independizarse:
Pronto se me cayó el velo del amor y me di cuenta de que lo único que quería de mí era el dinero. Pero se necesita mucho valor para romper, para dejar de mantenerlos, para no tener miedo a sus amenazas y no hacer lo que nos digan.
Muchas descubren que pueden ganar dinero y mantener un cierto nivel de vida; otras, que ya habían trabajado como obreras o empleadas, encuentran que así ganan mucho más. Además, está el caso de las que sabían a qué se metían, y no fue amor sino necesidad económica lo que las impulsó. Como el caso de una chica que trabajaba como cajera en la Conasupo, era madre soltera, con una hija de cuatro años, que decidió entrar a una casa de citas, pero en otro pueblo:
Llevaba unos ahorros y me fui a la central camionera, y empecé a escoger el lugar y dije: me voy a este lugar. Llegué al parque central con mi maleta y ahí estaba, ¿no? Sentada… Y pues vi a un taxista, que me dice:
–¿Viene de viaje?
–Sí, pero tengo problemas, fíjate, no tengo dinero y necesito… –ya me había dicho una amiga que se trabajaba en casas de citas…
–Pues te llevo a una casa de citas.
Y ahí voy a la casa de citas y le digo: “Señora, pues necesito trabajar”, y la señora me vio, me catalogó inmediatamente “Esta es una tonta… ¿no?, sí, pásale, cómo no… ya llegó la tonta”. Estaban muchas chicas sentadas, ¿verdad? Ahí se trabajaba… muy bien vestida y todo, pero yo no sabía el tejemaneje de ahí, entonces llegó un cliente:
–Tráiganme a esa muchacha…
–Sí, cómo no.
Y pues yo tenía que girar dinero a mi casa… Fue bien horrible, hasta lloré… pero no me trató mal el cliente, sino que sabes qué, lloré porque dije: “¡Ay!, ¿hasta dónde voy a llegar?”, pero también dije: “Yo necesito dinero, ¿no?”.
Curiosamente, muchas chicas usaban esa expresión, que escuché para referirse a su desconocimiento de las reglas internas del comercio sexual: “En mis inicios yo era muy tonta”. Es muy común iniciarse lejos del ambiente familiar, en otro pueblo o, al menos, en otra parte de la ciudad. Algunas mujeres que trabajan en los mercados suelen trasladarse durante dos o tres horas desde diversas partes del Estado de México, de Morelos o Puebla, o incluso cruzar la ciudad hacia otra delegación.
Muchas comentaron que “una se mete en esto porque necesita dinero, pero no ve la forma de salir un poco después”. Las necesidades persisten y se acrecientan, la familia se acostumbra al ingreso, los tratamientos médicos son caros, las ganas de comprarse cosas, todo exige seguir en el ambiente. El argumento fundamental es el económico: “Estamos en la prostitución debido precisamente a la carencia monetaria”.
Algunas son más explícitas y descubren que, en un día, ganan lo que antes ganaban en un mes.
Yo empecé a trabajar en un centro nocturno, y entonces me llamó la atención que lo que yo estaba ganando en un mes (en otro trabajo) lo gané en una noche, ¡qué barbaridad! Aquí me quedo.
Posteriormente se acostumbran al nivel de vida:
Poco a poco te va envolviendo el ambiente… francamente no sé ni de qué manera le empieza a envolver a uno. Ya cuando se da cuenta una ya está adentro, ya retroceder no es fácil ni renunciar a las cosas, (porque) puede obtener dinero más rápido y darse lujos que anteriormente no se podía dar…
La cuestión económica es fundamental, y aunque yo hablé principalmente con mujeres de clase media baja y baja, según ellas, el trabajo sexual se manifiesta en varias clases sociales.
Yo conozco mucha gente que está muy bien preparada: licenciadas, doctoras, contadoras y secretarias… No sé, conozco infinidad de gente que trabaja de noche y, ¿por qué trabaja de noche?, porque no encuentra un empleo pues… cómodo. Sobre todo si no hay algo cómodo y un sueldo que le alcance para todas las necesidades que tiene. Definitivamente, aquí en México, estamos muy mal pagadas en cualquier empleo profesional… y es lo que la orilla a trabajar de noche.
Varias entraron a partir de compararse con la situación de alguna amiga. Cuando ven que la amiga progresa y empieza a tener dinero, averiguan:
Yo, la verdad no sabía en lo que trabajaba (mi amiga)… entonces me dijo:
–¿Por qué no te vas a México a trabajar?
–¿Dónde? –y entonces me explicó:
–Pus en la noche…
Este adelanto del libro El fulgor de la noche se publicó en la edición 2108 de la revista Proceso del 26 de marzo de 2017.
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